lunes, 6 de junio de 2011

Only ones who know.

Con los ojos llenos de ira, con el cuerpo inmerso en dolor y rabia, con la boca sangrando a gritos y con todas las palabras contenidas durante semanas en el cielo del paladar. Así se encontraba Sam aquella noche de final de primavera.

Había imaginado el momento en todos y cada uno de sus sueños, el paseo, el mar, el viento moviendo el cabello de la chica, la risa nerviosa e incontenible que desprendía en una frase de cada dos, el olor de su perfume impregnado en el ambiente, el deseo de abrazarla, el escalofrío al sentir que rozaba la mano con la suya por casualidad, el brillo de su mirada en una noches de luna llena, las cosquillas en el estómago antes de pronunciar una frase, el temor a decir sí cuando tenía que decir no.

Lya se marchaba a la mañana siguiente, para no volver. Se iba el ondeo de su cabello, su risa de dibujo animado, su colonia cara, la posibilidad de abrazarla una noche de cada tres, sus manos electrizantes. Se llevaba sus ojos, y el reflejo de una tristeza infinita sumergida en una sonrisa conformista.

Para él dejaba el paseo, el mar, todo el viento del mundo, el ambiente sin su aroma, el deseo, sus dos manos, aunque ahora prefería que se las llevara ella en una caja de cartón, la luna llena, cada vez más menguante, su estómago inerte, el temor a no haber dicho sí cuando tenía que haber dicho sí.

No podía regalarle sus manos, pero sí una caja de cartón.

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