lunes, 28 de febrero de 2011

The Parrot's Beak. Vol. 3


Eres todas las verdades que duelen, los traumas infantiles convertidos en pesadillas para adult(er)os, la expansión de una noche de niebla a orillas de un río helado, las neuronas que mueren en cada borrachera, el dolor de un parto de conciencia.

Jim estaba decidido a contarle a Violet lo que sentía por ella. Eran las ocho de la tarde de un frío martes de marzo. Hacía un rato había anochecido, y con las estrellas llegaron las palabras exactas que definían exactamente lo que nunca había podido decir.

Seguramente las mujeres esperaban un ‘te quiero’, pero él no era nada convencional. Dos años, dos meses, tres días y unas cuantas horas habían hecho falta para crear un discurso del que estuviera orgulloso. No lo podía desaprovechar.

A las nueve menos cuarto, rebosante de colonia y de esperanza, descolgó el abrigo del perchero. Se anudó su bufanda preferida, por si era lo único que le fuera a abrazar aquella noche, después de todo. Sonrió con el aire de un tipo victorioso, el que tiene planes que aún puede cumplir.

Ella, suponía, no lo estaría esperando, enfundada en su pijama, un moño y con la cara sin maquillar.

Caminaba cada vez más deprisa, como si algún otro imbécil como él se le fuera a adelantar. Dudaba de las palabras que tenía pensado soltarle a esa mujer tan bonita y tan frágil de la que tan fácilmente se llegó a enamorar.

Sólo quedaba cruzar un par de calles hasta llegar a su portal. Bajó el ritmo, porque su corazón estaba acelerándose y prefería culpar a la falta de ejercicio que al subidón de adrenalina por verla de nuevo con sus ojos brillando al otro lado de la puerta.

Pero estaba nervioso, y echó a correr. Un solo paso de cebra más y lo habría conseguido.

No vio que el semáforo estaba en rojo, ni al Volkswagen plateado que aceleraba antes de que cambiara el color y tuviera que esperar otros treinta y cinco segundos más para volver a casa después de un día agotador en la oficina.

Para cuando llegó la ambulancia, el corazón de Jim, que tan rápido bombeaba hacía cinco minutos, había dejado de latir.

Violet lo contempló todo desde su ventana, mientras esperaba a que él apareciera como cada noche.

miércoles, 23 de febrero de 2011

The Rusty Hook. Vol. 2



‘Mira, tú has sido el que ha traído una zorra moribunda a mí casa, así que tú le pones la inyección. El día que yo traiga una zorra moribunda a tu casa, se la pondré yo’.

Significar, como ver, mirar, querer, tocar, amar, follar, doler, o acabar son verbos muy relativos.

Luego están las cosas universales, como el miedo, la tontería, la incomprensión, o la mirada tierna de los ojos de un capullo clavados en una retina cualquiera.

Por lo demás, tu vida es tan miserable y llena de aspiraciones inciertas como la mía. Aunque ni veamos, ni miremos, ni queramos, ni toquemos, ni amemos, ni follemos, ni dolamos ni acabemos con la misma gente ni de la misma manera.

Pero no te preocupes: podremos superarlo a base de cirujía usando cada uno su mejor bisturí. Ni se te ocurra usar el vodka, que ese me lo pido yo.

'No quisiera herir tu ego, pero esta no es la primera vez que alguien me apunta con su pistola'.

lunes, 21 de febrero de 2011

Battleship. Vol. 1

Para no decirte que no, no te digo nada. Para no mentirte, no te digo nada. Para hablarte a medias, no te digo nada.

El silencio es la única arma que sé recargar una y otra vez. Y mi cuerpo va aguantando una cantidad ingente de balazos en forma de ausencia de palabras durante años. Todas en el mismo sitio, casi siempre a la misma hora.

‘Se me empañan las gafas de sol con el calor de tus lágrimas. Y aún así, siempre las llevo, aunque sea de noche, porque prefiero ver oscuros los momentos de claridad, cuando pienso que me gustan tus labios o cuando me descubro diciéndome que me duele la garganta de aguantarme la voz’.

jueves, 17 de febrero de 2011

El mañana.

‘No sabes cómo me llamo. No sabes nada’ fue su frase favorita.

De joven, se había dedicado a quemar sus noches a ritmo de rock and roll con Jane y Julie. Fumaron sin parar durante más de dos mil noches, tequila en mano. Habían pasado casi quince años y podía sentir aún el ácido del limón en su paladar.

Ahora tenía casi treinta y cinco, una hija y empleo fijo. Siempre había soñado con ser escultora, pero, una vez que lo había conseguido, preferiría volver a trabajar en el antro de mala muerte donde ganaba una miseria para poderse pagar los vicios que hacían insostenible la economía familiar.

Entonces todo era fácil: esperaba a que dieran las ocho y cuarto, momento en el que aparecía Él, le servía una jarra de cerveza helada y le rozaba la mano cuando le llevaba las vueltas. Eso era todo. Todos los días, de lunes a jueves.

Cuando la miraba a ella, acurrucada en su carrito moviendo sus pequeños dedos en busca de calor materno y fruto de una relación que había durado no más de dos meses de amor, de los cuales uno y un cuarto fueron sexo, sólo esperaba que, al crecer, no fuera como ella había sido.

Se sentía como un saco de cemento lleno de odio. Se culpaba por no saber coger a su bebé, por no sentir la mitad de las veces que sus abrazos eran lo mejor del día.

Ella quería volver a los veinte y al bar, a las minifaldas y a las botas altas, a escuchar los Rolling a tope y a sudar en los conciertos.

Mia, mientras tanto, lloraba en su cuna. Echaba de menos a su madre. Es increíble lo que puede sentir un bebé cuando sabe que su madre está triste.

No conocía el tequila, y ya lo quería probar.