miércoles, 30 de marzo de 2011

And the complications.

Nunca había visto nevar tanto como ese invierno. Los copos caían sobre mi gorro de pana negro cambiándole el color. El frío entumecía mis huesos, uno por uno, comenzando por los dedos y llegando a la caja torácica.

Los pulmones, aún calientes por el humo de tu cigarro, calmaban las horas de espera en el banco del parque. ¿Te das cuenta ahora de que nunca llegamos a ir a cenar?

Contar las horas se convirtió en mi nuevo pasatiempo. Los muelles del colchón se clavaban cada madrugada en mi espalda y, al día siguiente, despertaba en una resaca de pesadillas cada vez más grande.

Cuando era pequeña, pensaba tener dos hijos, un marido, un chalet con piscina y trabajar en algo que me permitiera llevar corbata y un maletín de piel. Ahora me conformo con (man)tenerme a mí, con toda la vida que me queda, una mochila de cuero, un montón de tickets de la heladería a la que solíamos ir y a que, por las mañanas, suene en modo aleatorio una de las cinco canciones que aún no me recuerdan a ti.

Siempre es una lástima, perder el último billete de quinientos que me quedaba en la cartera.

sábado, 26 de marzo de 2011

Time to pretend.

Cuarenta y ocho horas pegada a un termo de café, agarrada a un libro cutre, de esos que nunca apetece leer, a una cajetilla de tabaco y al aire que me entraba entre los brazos cuando trataba de abrazarte.

Pero no estabas, así que todo lo que podía tomar entre mis manos se evaporaba con el humo del siempre penúltimo cigarro, acurrucada en mi rincón favorito de la cama, desde el que podía contemplarnos cien millones de veces, y luego una más, antes de abrir la ventana para congelarme con el viento de un diciembre más frío de lo normal.

Esa canción sonaba constantemente, en la radio y en mi mente, y la cantaba afónica pensando en que, quizá, si me concentraba, podrías pensar por un momento lo mismo que yo.

'Mañana por la mañana lo dejo', pensaba, 'este es el penúltimo recuerdo'.

domingo, 20 de marzo de 2011

Tú me llevas.

Recuerdo el sonido de lo que debió ser el mar cuando aún me gustaba pisar la arena de la playa. Escucho el ruido de los coches sobre el asfalto mojado y veo la farola que todavía me recuerda que no te has ido. Pido que seas tú quien apague la luz de mi lámpara esta noche y que enciendas todo lo demás.

Ahora ya no me creo mis mentiras, ni tus verdades, ni lo que dice la gente que llena mi cerebro con palabras que suenan a hueco y retumban de lado a lado con cada café amargo antes de que se ponga el Sol.

Antes habría querido abrazarte, ahora lo necesito. Pero eso no cambia nada. Seguimos tan solos como hace cincuenta minutos, cuando me llamaste para decirme que querías echar azúcar en mi taza esta tarde.

Me agota llevar el todo mi equipaje en un bolso de mano. Algún día debería facturarlo y quedarme yo en tierra esperando en el aeropuerto hasta que venga un avión que me lleve a mis antípodas.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Last living souls.

El cigarro en ayunas de por las mañanas la devolvía a la realidad, a las seis horas de oficina, al café a media mañana acompañado de bollería industrial, a las ensaladas mal aliñadas, y al dolor de pies por los tacones a partir de las cuatro de la tarde, a las broncas de su jefa y al olor a tinta de la fotocopiadora de la segunda planta, a los chillos del vecino cuando se acostaba con otra mujer que no era la suya a las nueve de la noche y a los chillos de su esposa cuando descubría un pendiente en su almohada.

Deberías estar aquí ahora para invitarme a chupitos, y dentro de diez años para llevarme el desayuno a la cama, y dentro de cincuenta para contarles a nuestros nietos todo lo que ellos ya no podrán hacer.

El cigarro antes de dormir, tumbada en la cama, sola, le devolvía a la tranquilidad de su precioso sueño infinito por unas horas, nunca más de ocho, hasta que sonaba el despertador y volvía a abrir la cajetilla.

jueves, 10 de marzo de 2011

And the sex, and the drugs, and the consecuences.


Más de doscientas fotos guardadas bajo llave en el cajón, todas tus cartas, tu disco y tu camisa azul marino.

Soy todas las palabras que me has dejado decirte, las que me he callado, y las que te voy a gritar.

Las finales están para perderlas, para llevarte la medalla de consolación y arrancártela de un tirón como si fuera la soga con la que te ahorcas un poco más cada día.

La cafetería guarda mi taza llena de silencios en una vitrina junto a las botellas de ron añejo. La canción sigue sonando en tu cabeza, y en la mía retumba tu risa envenenada cuando voy a dormir.

Es ley de vida, la copa la ganaste tú y yo me bebí el resto.

Línea 1.

‘Después de todo, esto no está mal’.

Metí la vergüenza dentro del bolso antes de salir de fiesta. Con un poco de suerte, a la mañana siguiente no recordaría nada. Pero no fue así. Y tengo guardados en un rincón de la memoria tus pasos acelerados pisando la lluvia esa madrugada, la sangre en tus manos después de golpear la pared, las lágrimas en nuestras mejillas, y la tristeza en mi rostro, para guardarla en el bolsillo del pantalón la próxima vez que me fuera de bares.

Hace mucho tiempo comprendí que nunca me comprendería y que por más que guarde en recovecos tus pupilas mirándome desde el fondo de aquel antro maloliente, siempre encuentran la forma de soltar la cremallera y abrirme en canal.
Nunca hemos sangrado tanto, ni tan poco. Y la culpa es mía, porque elegí la llave del diario en vez de la puerta blindada que me recomendó el constructor.

Mañana, sin falta, me compro un bolso más grande. Después de todo, esto no está mal.

lunes, 7 de marzo de 2011

The Age of the Understatement.

-¿Cómo es tu alma por dentro?

-¿Y cómo se supone que es un alma convencional?

-Pues… yo qué sé. Sólo quiero saber cómo es la tuya.

-Gris. Hoy gris oscura.

-¿Casi negra?

-Sí.

Nunca he querido que te culparas por odiarte, ni que me culparas por quererme tanto. O quizá sea al revés. Más aún: quizá no se entienda, que es de lo que se trata.

Mañana volveremos a Picadilly, pero de eso ya nadie se acuerda. Fue hace demasiado tiempo, y tenemos la muy buena costumbre de olvidar, por norma general. Y volverás a perder la vergüenza, y el tiempo, sobre todo el tiempo, mirando al chico de ojos verdes en la parada del metro. Volverá a sonar The Vines mientras te aferras a la barra para no caer entre los ejecutivos que corren para llegar a tiempo a fichar en el trabajo.

Lo tuviste a un palmo de distancia, quizá menos, pero siempre es más prudente esperar a que cambie el semáforo a cruzar cuando está parpadeando, porque eres de las que se pisan un cordón, caen al suelo y mueren atropelladas en angustia y disgusto, por cualquier cochazo en forma de hombre encantador.

Los de urgencias comienzan a pensar que eres una suicida, porque tres atropellos en un año son… demasiados, por así decirlo.

To hell.

Viajar en un autobús durante tres horas seguidas sin más compañía que el cabello que aflora del cuero cabelludo de la joven que tienes justo delante, quien habla por teléfono con una muy seguramente futura mejor enemiga que aún es mejor amiga, es bastante incómodo.

La cabeza apoyada en el cristal, los pies comprimidos entre la bolsa de los tuppers que tu madre ha colmado de esa comida que no volverás a probar en semanas y que saborearás bocado a bocado, sabiendo que, cuando se acabe, te llevará a la dieta de los espaguetis y las hamburguesas de un euro.

Parece que haces todo lo posible por morir pronto: beber mucho, comer mal, embozarte las arterias con la misma grasa que contenía la bomba atómica, fumar haciendo aritos, deleitarte con tu gilipollez, ver pasar a la misma gente por tu vida, reírte mucho y llorar todo lo demás.

Pero lo peor que tiene un autobús es la cantidad de tiempo que te da para pensar entre bache y bache de la autopista. Los kilómetros hacia tu destino se descuentan a la misma velocidad que crecen todos los temores que creíste haber empaquetado la última vez que hiciste la maleta con intención de dejarlos olvidados en un área de servicio.

No me gustan los viajes de ida y vuelta, porque nunca vuelves al mismo sitio exactamente. Un día despiertas en la misma ciudad, pero todo lo demás ha cambiado y sólo tratas de poner una cara de estúpida más o menos disimulable para que nadie se entere de que has olvidado cómo regresar a tu casa.

Y llega la noche, y pareces recordar todo lo que por el día olvidas. Y acabas recorriendo los pasos que diste cuando el mundo no existía como ahora, cuando no existían los billetes de ida y vuelta.

Quién sabe, el caso es que una vez que empiezas a esperar, si lo estás haciendo bien, llega un momento en el que dejas de saber a qué estás esperando.

Horas y horas en la estación, con un café en una mano y el billete de vuelta en otra. Llega de nuevo tu autobús, y las despedidas, y los reencuentros. Pero parte del equipaje se cae al primer trompicón, y siempre queda la maleta que contiene la ropa, mientras ves la que de verdad te importaba caída y abierta en medio de la autopista.

Luego, lentamente, esperar dejó de ser un verbo meramente logístico y pasó a ser el plan.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Cornerstone. Vol. 4

Lo había hecho todo al revés. Dormir por la mañana, soñar despierta, hablar sola. Incluso comía el postre antes que el primer plato, por si alguien llamaba antes de que le diera tiempo a comérselo por una mala noticia.

Se había acostumbrado a fregar los platos cuando ya no quedaba ninguno limpio y a esperar sentada a que el teléfono sonora. Pero como no lo hacía, preparaba café para una sola taza, lo repartía en dos diferentes, y se dedicaba a contemplar la silla vacía enfrente de ella. Un par de cucharadas colmadas de azúcar para ella, una para la nada que sentaba en forma de ilusión masculina todas las tardes a su lado.

Algunos lo definirían como demencia, pero para ella era un intento de sobrevivir, de sobrevivirse a sí misma, otra vez.

Su nombre era el complemento directo de dos de cada tres frases que pensaba.

Mañana por la mañana, haría el amor con cualquier semidesconocido que tuviera en su agenda telefónica, y después de despacharle de forma sutil y delicada, iría a la despensa a buscar los únicos dos cuenquitos de la vajilla que no estampó contra la pared el día que comenzó a olvidar el tacto de aquellas manos en su nuca.