sábado, 31 de julio de 2010

Autocontrol.


Son las cinco de la mañana. No, perdón: son las cinco de la mañana y me carcome la rabia, el odio, el miedo y el dolor.

Pasaban once días de aquel trágico y genial viernes tan frío del que tengo tanto y tan poco que recordar. No sé por qué debo suponer que a mí no me mentiste (al menos aquella vez).

Tenía claro que aquello iba a pasar. Seguramente desde mucho antes de verme contra las cuerdas.


Acabo de saber a ciencia cierta cómo ha de llamarse esta cosa. La cosa que me persigue incansablemente, haga lo que haga, esté donde esté.


Lo único que tengo claro es algo que ni siquiera soy capaz de decirme en voz baja, inaudible, una vez cada siglo. Pero lo tengo claro. Y eso es algo que nunca nadie me podría arrebatar... Nadie, salvo yo, que me empeño, una y otra vez, en darle la vuelta a algo que no tiene más que una cara. La cara amarga y bonita, la triste y la risueña que, a cada momento, cuando cierro los ojos, me dice que no.


Que sí. Y que no.


Y cada acto vandálico, y cada rebelión interna, y cada momento de asco al mundo y con el mundo a ti y a mí lo debo a un solo instante, que son muchos, y que se reducen a uno sólo cada vez.

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