lunes, 7 de marzo de 2011

To hell.

Viajar en un autobús durante tres horas seguidas sin más compañía que el cabello que aflora del cuero cabelludo de la joven que tienes justo delante, quien habla por teléfono con una muy seguramente futura mejor enemiga que aún es mejor amiga, es bastante incómodo.

La cabeza apoyada en el cristal, los pies comprimidos entre la bolsa de los tuppers que tu madre ha colmado de esa comida que no volverás a probar en semanas y que saborearás bocado a bocado, sabiendo que, cuando se acabe, te llevará a la dieta de los espaguetis y las hamburguesas de un euro.

Parece que haces todo lo posible por morir pronto: beber mucho, comer mal, embozarte las arterias con la misma grasa que contenía la bomba atómica, fumar haciendo aritos, deleitarte con tu gilipollez, ver pasar a la misma gente por tu vida, reírte mucho y llorar todo lo demás.

Pero lo peor que tiene un autobús es la cantidad de tiempo que te da para pensar entre bache y bache de la autopista. Los kilómetros hacia tu destino se descuentan a la misma velocidad que crecen todos los temores que creíste haber empaquetado la última vez que hiciste la maleta con intención de dejarlos olvidados en un área de servicio.

No me gustan los viajes de ida y vuelta, porque nunca vuelves al mismo sitio exactamente. Un día despiertas en la misma ciudad, pero todo lo demás ha cambiado y sólo tratas de poner una cara de estúpida más o menos disimulable para que nadie se entere de que has olvidado cómo regresar a tu casa.

Y llega la noche, y pareces recordar todo lo que por el día olvidas. Y acabas recorriendo los pasos que diste cuando el mundo no existía como ahora, cuando no existían los billetes de ida y vuelta.

Quién sabe, el caso es que una vez que empiezas a esperar, si lo estás haciendo bien, llega un momento en el que dejas de saber a qué estás esperando.

Horas y horas en la estación, con un café en una mano y el billete de vuelta en otra. Llega de nuevo tu autobús, y las despedidas, y los reencuentros. Pero parte del equipaje se cae al primer trompicón, y siempre queda la maleta que contiene la ropa, mientras ves la que de verdad te importaba caída y abierta en medio de la autopista.

Luego, lentamente, esperar dejó de ser un verbo meramente logístico y pasó a ser el plan.

3 comentarios:

Co. dijo...

Muy bonito pero muy mal!
es como, (bueno sin como) leer dolor en tu alma
JO! t.t
Te prohibo Ivanes, Dorians y similares en un tiempo!

Coli2 dijo...

Esperar se ha convertido en el plan.
Qué razón.
Deja de escribir tan bien, por cierto.

:)

ewa ewa! dijo...

T___________________T
Turner, me haces llorar como una gilipollas.
Esperar se ha dicho. Quedarse y aguantar.

Te quiero.