viernes, 10 de diciembre de 2010

Gotas de cera en el cristal.

Hablaba como un como un alcohólico que sufre delírium tremens, le tiemblan la voz y las manos y, por dentro, aunque trate de controlarlo, siente una ira irrefrenable que, a veces, se deja ver a través de sus ojos, mezclada con la tristeza propia de quien no es que se haya ido del camino, sino que jamás lo llegó a encontrar.

Estaba más destruido que nunca, más cansado, más herido, más dolido, más roto, más desesperado, más desconsolado y más abandonado que nunca. Y no abandonado a su suerte, porque ¿acaso la tuvo alguna vez?

Lo único que le quedaba era mirar por la ventana por las noches y observar las estrellas, balanceándose en su mecedora, como si tuviera sesenta años y hubiera vivido todo lo que merece la pena vivir y ahora sólo le quedara el recordarlo antes de que fuera perdiendo la memoria.

Odiaba a los viejos, por inútiles, porque para él significaban el marchitar de un cuerpo y de una mente. Y odiaba a los niños, porque tenían lo que él añoraba. Aunque, al final, fueran a acabar tan solos y desesperados como cualquier otro anciano de su edad.

Tenía veinticinco años y una sonrisa fabulosa que mostraba demasiado poco.

No hay comentarios: