Agarraba fuerte el anillo que él le había regalado el día que le pidió matrimonio. No sabía por qué estaba subida a esa barandilla oyendo como cada gota del agua que llevaba el caudal del río huía de la escena que estaba a punto de ocurrir.
Hacía cada vez más fuerza con su mano, intentando que en el último momento quisiera cambiar de decisión. Pero estaba decidida a hacerlo: lanzaría el anillo de compromiso y el velo de novia al agua y se iría tan rápido como pudiera de camino al aeropuerto, donde cogería el primer vuelo con rumbo a su nueva vida.
Y ahí estaba, tambaleándose con cada lágrima, recordando todo lo que quería a aquel tipo con mirada despistada y sonrisa de imbécil y lo poco que quedaba para que él dejara de quererla. O quizá no, pero de poco le serviría quererla si el odio iba a ser mucho mayor que el amor.
Cuando dejara caer lo que sostenía en su mano, borraría de un plumazo todo lo que llevaba tres años y un mes planeando construir.
Y sintió miedo. Porque él era el amor de su vida, y no habría otro así.
Justo al pensar en eso, abrió la mano para llevársela a la cara para limpiarse el llanto. Y el anillo, el velo, y treinta y siete meses de su vida pasada y todos los que le quedaran por vivir cayeron al agua lentamente.
No supo muy bien por qué, pero se alegró de haberlo hecho, aunque fuera sin querer.
Ahora se iba a quemar las cenizas de todo lo que no había logrado ser: la hija perfecta, la novia perfecta, la amiga perfecta, la mujer perfecta.
Nunca se quiso comprometer a comprometerse.
Sonrió, y se lanzó al río. La tela le serviría para hacerse unas cortinas, pensó.
Hacía cada vez más fuerza con su mano, intentando que en el último momento quisiera cambiar de decisión. Pero estaba decidida a hacerlo: lanzaría el anillo de compromiso y el velo de novia al agua y se iría tan rápido como pudiera de camino al aeropuerto, donde cogería el primer vuelo con rumbo a su nueva vida.
Y ahí estaba, tambaleándose con cada lágrima, recordando todo lo que quería a aquel tipo con mirada despistada y sonrisa de imbécil y lo poco que quedaba para que él dejara de quererla. O quizá no, pero de poco le serviría quererla si el odio iba a ser mucho mayor que el amor.
Cuando dejara caer lo que sostenía en su mano, borraría de un plumazo todo lo que llevaba tres años y un mes planeando construir.
Y sintió miedo. Porque él era el amor de su vida, y no habría otro así.
Justo al pensar en eso, abrió la mano para llevársela a la cara para limpiarse el llanto. Y el anillo, el velo, y treinta y siete meses de su vida pasada y todos los que le quedaran por vivir cayeron al agua lentamente.
No supo muy bien por qué, pero se alegró de haberlo hecho, aunque fuera sin querer.
Ahora se iba a quemar las cenizas de todo lo que no había logrado ser: la hija perfecta, la novia perfecta, la amiga perfecta, la mujer perfecta.
Nunca se quiso comprometer a comprometerse.
Sonrió, y se lanzó al río. La tela le serviría para hacerse unas cortinas, pensó.
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