martes, 28 de diciembre de 2010

Cuando siempre y nunca son la misma cosa.

Y allí estaba ella, mirando por la ventana de aquel pequeño salón con vistas a la Rambla, con una camiseta blanca dada de sí, propiedad del tío al que acababa de echar a patadas tras una noche intensa refugiada en un payaso.

Fumaba, como desde hacía cuatro años, tabaco de liar, y estaba descalza. El pelo, muy despeinado, le caía por el hombro derecho. Su vista se posaba exactamente en ninguna parte, justo en el lugar donde estaba él desde la tarde anterior.

Desde luego, compartir piso con el amor de su vida no había sido una de sus mejores ideas. El niño que le rompió el alma sin saberlo cuando aún no le habían casi ni crecido las muelas, el que le robó un beso una noche en un bar, el que siempre tuvo un rincón en la sombra en cada polvo desde los quince, el que le regaló un libro que jamás leería en su decimocuarto cumpleaños, al que quiso odiar muchas veces y nunca pudo odiar: él, estaría a punto (y, de hecho, lo estaba) de entrar en aquella estancia con olor a tabaco y a perfume de mujer, de ella.

Oyó perfectamente la cerradura, cómo giraba la puerta, pero no se volvió. No quería ver los mordiscos que llevaría en el cuello, o el carmín en su camisa blanca, o la cara de no haber dormido en toda la noche. Le gustaba más si pensaba en el patio del colegio, en cómo se tiraban palomitas en el recreo y en las veces que le dejó los deberes porque él no los llevaba hechos y ella pensaba que así la querría un poco (más).

Al verla, pensó en decirle 'hola', o cualquier saludo que no lo comprometiera a iniciar una conversación en la que se viera obligado a dar demasiados datos: de todas formas, no lo entendería ni en cien años. Ya no sabía cómo sacársela de la cabeza. Se quedó parado en la puerta, planteándose salir corriendo y no parar hasta que se fuera de su mente el pensamiento que le perseguía desde que la vio colocando su ropa, esa que tan bien olía y que tan suave estaba, en el armario de su habitación el día que se mudaron.

Se acercó a ella despacio, contemplando la forma de sus piernas, la posición de sus pies desnudos, las formas serpenteantes que nacían de su boca en forma de alquitrán y benceno, su perfecta nariz asomando por su perfil, tapado casi al completo por la melena desordenada. Sabía que lo estaba contemplando por el reflejo del cristal, pero también que no se volvería a mirarle con sus ojos de fiera cansada y herida.

La abrazó por la cintura. Eso sí que no se lo esperaba. Le dio un beso en el hombro. Eso tampoco lo esperaba. Y fue reptando poco a poco con su mano por el muslo y por el cuello con la boca.

Eso era lo que siempre había esperado.

1 comentario:

rottenclementine dijo...

Ni puta gracia.

Que no quiere decir que no me haya gustado *__________________*




-honica-
(Había leído bonica JAJAJAJAJJAJA)